¿Creáis acaso que por llevar aquí dos o tres años, habéis
aniquilado ya las larvas de vuestros vicios y defectos?
Mirad a aquel Kobda ya anciano, que distribuye la semilla a
los labradores. Hace por lo menos veinte años que realiza esa misma ocupación y
con una solicitud infatigable enseña a los labriegos a sembrar, a cultivar, a
recolectar y preparar después los granos o los frutos. Hace una vida como veis,
oscura, retirada, silenciosa. No deja morir ni un árbol ni una planta, sin que
dé su fruto, su nueva semilla, que al año siguiente vuelve a la tierra para
fructificar otra vez. De la labor que él realiza nos alimentamos todos, hombres
y ganados dependientes de la Casa
de Numú; y hasta de la paja de ciertos cereales, él se encarga de que las
mujeres de los labriegos saquen la fibra que, en sus distintas escalas, sirve
para las esteras de nuestros pisos, para las cortinas de nuestros santuarios,
para cubrir nuestros cuerpos durante la vida, y envolver nuestros despojos
cuando el alma ha partido a la inmensidad infinita.
¿Podemos calcular acaso, el amor que él da de sí a todas
las millares de semillas que hace sembrar? Si le vierais, como lo he visto yo,
cuidar y limpiar y preservar de soles ardientes y de hielos destructores esas
semillas, para que no mueran una vez recolectadas, juzgaríais que ese hombre ve
un ser vivo que siente y ama en cada semilla. Y cuando alguien le dice que es
demasiado su sacrificio por unas semillas, dice tranquilamente:
"La evolución de estos seres está en nacer, crecer,
dar frutos y agostarse, dejando una prolongación de sí mismas para renacer a su
tiempo. Si yo en la medida de mis fuerzas coopero a esa evolución, cumplo con
la Ley Divina de ayuda mutua y de amor a todos los seres. Después, todos estos
millares de seres emanan irradiación benéfica para sus cultivadores y cooperan
a que tengamos salud, paz y armonía entre nosotros y los labriegos cultivadores
de nuestros campos."
¿Qué le importa a él que en el mundo exterior no sea
conocido su nombre ni su obra, que parece perderse entre los graneros y los
campos arados?
¿Acaso por ser desconocida e ignorada, su obra es menos
real y meritoria?
En la infinita escala de las obras de Dios, no podemos
precisar ni definir si hace obra más grande y buena, el que guía multitudes, o
el que guía la evolución de las especies inferiores, porque la grandeza de la
obra no está en la obra misma, sino en el pensar y el sentir de aquél que la
realiza.
Entre el que guía multitudes, con el pensamiento de
levantarse un pedestal de gloria para sí mismo, y el que sin ningún mezquino
pensamiento cultiva las plantas de sus campos, sólo por amor a ellas, es
indudable que éste último realiza una obra meritoria para sí mismo, a la vez
que benéfica para aquellas especies que han recibido su solicitud. Las especies
inferiores no adulan ni lisonjean, ni sirven de tentación y, aunque es verdad
que el Altísimo manda a veces a sus hijos las pruebas difíciles de la grandeza
y del poder de ocupar lugares prominentes, que ponen al ser como en la cúspide
de una torre de marfil, a la vista de todos, también es verdad que El da los
medios para salir triunfante de esas pruebas, cuando sin nosotros buscarlas,
las hemos recibido como encargue divino.
El caso por ejemplo de nuestro hermano Bohindra, tan
consagrado a sus cantos, a su lira, a sus plantas, a vitalizar con vibraciones
de armonía el agua y el aire para los enfermos y los tristes, sin querer jamás
salir a buscar el aplauso de los hombres. ¿Qué hizo él para que tantos y tantos
pueblos pidieran el derecho de proclamarlo su soberano?
El buscó el olvido, la oscuridad, el retiro de todos los
placeres de la vida carnal, pero el Altísimo que lo ha puesto encima de una
torre a la vista de todos, está obligado por justicia a sacarlo a flote sin que
ninguna tempestad lo hunda y ningún vendaval lo derribe.
Y así es todo en la vida del espíritu, al cual nunca le
falta la fuerza y ayuda necesaria para mantenerse firme en el cumplimiento de la Ley. Y nuestras grandes
caídas, y nuestros grandes errores, son porque muchas veces siguiendo el
impulso de las larvas internas que aparentemente están muertas, pero que viven
dentro de nosotros, nos salimos de nuestros senderos ya marcados al encarnar, y
nos perdemos en encrucijadas sin salida. Y cuando por fin el amor de algún ser
misericordioso nos vuelve al camino, ¡Cuántas desgarraduras en nuestro vestido
y cuántas llagas en nuestro corazón!
Haceos cada día estas preguntas y contestadlas con toda la
sinceridad que seáis capaces, sabiendo de antemano que sólo Dios y vosotros
mismos conoceréis las respuestas:
— ¿Por qué vine a la Casa de Numú?
— ¿A qué vine?
— ¿Por qué quiero salir a la sociedad de los hombres?
— ¿Qué busco de ellos?
— ¿Qué les daré yo?
— ¿Me apena la vida oscura y desconocida?
— ¿Pienso con mucha frecuencia en los sacrificios o
molestias que me tomo por los demás?
— ¿Rehuyo pensar en las molestias o sacrificios que los
demás hacen por mí?
— ¿Soy capaz de reconocer mis errores?
— ¿Soy capaz de reconocer la virtud ajena?
— ¿Soy capaz de obrar el bien aún sin esperanza de ninguna
recompensa?
— ¿Soy capaz de sembrar una semilla, y cultivarla y regarla
aún cuando sepa que no gozaré yo de mi esfuerzo y sacrificio?
El día que os podáis contestar satisfactoriamente todas
estas preguntas, sin que en vuestra propia conciencia se levante una voz para
desmentiros, entonces será llegado el momento de que vayáis sin peligro, en
medio de las multitudes, donde no encontraréis más que lazos hábilmente
tendidos en que los débiles y los incautos caen a millares.
La Enseñanza de Tubal.
Orígenes de la Civilización Adámica Tomo I.